Mi amigo Walt Whitman
Como básicamente le pasa a todo el mundo en mayor o menor medida, Mary Oliver nació en medio de una familia un tanto complicada y, como le pasa a también a muchos artistas, encontró refugio en tres lugares: la lectura, la escritura y la naturaleza.
Las largas caminatas por los bosques de Ohio conectaron profundamente con ella. Tanto que en sus textos y poemas, probablemente la más grande protagonista es, justamente, la naturaleza.
No conozco tanto a Oliver por su poesía porque la poesía todavía es una deuda pendiente para mí (¿Alguna vez saldaré mis deudas literarias? Quién sabe), pero sí la conozco por sus ensayos. Hace años, cuando estaba en una de leer no ficción y en inglés, fui por Upstream, una colección de textos donde Oliver habla de la espiritualidad, de la literatura, de la introspección, de la muerte, del amor por los placeres sencillos de la vida y, obviamente, de la naturaleza.
Uno de los que más me había gustado (digo había porque lo leí hace tanto tiempo que quizás si hoy lo releo ese favorito quizás cambia) fue Mi amigo Walt Whitman. Te lo comparto:
Mi amigo Walt Whitman
En Ohio, en la década de 1950, tenía algunos amigos que me mantenían cuerda, alerta y leal a mis propias, mejores y más salvajes inclinaciones. Mi ciudad era no más o menos agradable al hecho poético que cualquier otro pequeño pueblo en Estados Unidos. No soy ningún caso especial de infancia solitaria. Alejarme de lo convencional de ese tiempo y lugar fue una condición previa inevitable, sin duda, para la vida que estaba eligiendo entre todas las vidas posibles para mí.
Desde luego, nunca conocí a ninguno de mis amigos de una manera convencional: eran extraños y vivían solo en sus textos. Pero incluso si ellos fueron solo compañeros de las sombras, aun así, fueron constantes y poderosos. Esto significa que ellos me dijeron cosas asombrosas, y eso cambió mi mundo.
Es hora de confiarte estas cosas,
No se las diría a cualquiera, pero a ti te las confío.Whitman fue el hermano que nunca tuve. Tenía un tío, a quien quería, pero se suicidó un día lluvioso de otoño. Whitman permaneció quizás más como mi tío por la pérdida del otro. Él era el niño gitano con el que mi hermana y yo salíamos a los campos lejanos más allá de la ciudad, con nuestro poni, para recoger fresas. Whitman brillaba en el crepúsculo de mi habitación, que estaba cada vez más llena de libros, cuadernos, botas de barro y la vieja máquina de escribir Underwood de mi abuelo.
Mi voz persigue lo que mis ojos no pueden alcanzar,
Con el giro de mi lengua comprendo mundos y volúmenes de mundos.Cuando la escuela secundaria a la que fui tuvo una crisis de comportamiento delictivo de los estudiantes, mi respuesta fue dejar de ir y pasar todas las mañanas en el bosque con la mochila llena de libros. Whitman siempre estuvo entre ellos. Mi ausentismo escolar fue demasiado lejos, y a mis padres les dijeron que no podría graduarme. Por alguna extraña razón, me dejaron seguir mi propio camino. Fue una extraña bendición, pero una bendición al fin y al cabo. Junto al arroyo, o en los amplios pastos que todavía podía encontrar al otro lado del bosque profundo, pasaba el tiempo con mi amigo: mi hermano, mi tío, mi mejor maestro.
La polilla y los huevos del pez están en su sitio,
Los soles que veo y los soles que no veo están en su sitio,
Lo palpable está en su sitio y lo impalpable también.Así, los poemas de Whitman se presentaron ante mí como un modelo cuando comencé a escribir los míos: me refiero al poder oceánico y al estruendo que viaja a través de cualquiera de sus poemas: la sintaxis encantadora, la afirmación ilimitada. En esos años, la verdad era esquiva, como lo era mi propia fe en que podía reconocerla y contenerla. Whitman me mantuvo alejada de los pantanos de una incertidumbre peor, y viví muchas horas dentro del círculo iluminado de su certeza y su valentía. "¡Arranquen los cerrojos de las puertas! ¡Arranquen las puertas mismas de sus bisagras!". Y estaba la pasión que él infundió en los poemas. ¡La curiosidad metafísica! La ternura oracular con la que veía el mundo: su aspereza, sus diferencias, las estrellas, la araña, nada estaba fuera del alcance de sus intereses. Me deleité con la especificidad de sus palabras. Y con su fe, que mantuvo a flote mi espíritu, aunque ella no tenía un nombre del que yo hubiera oído hablar. "¿Crees que tengo algún intrincado propósito? Pues lo tengo, porque las lluvias de abril lo tienen, y la mica adherida al costado de la roca lo tiene".
Pero primero y antes que nada, aprendí de Whitman que el poema es un templo —o un campo verde—, un lugar para entrar y en el cual sentir. Solo de manera secundaria es algo intelectual —un artefacto, un momento de palabrería aparentemente robusta—, maravilloso como parte de lo que él es. Aprendí que el poema fue hecho no solo para existir, sino para hablar, para ser compañía. Era todo lo que se necesitaba, cuando todo se necesitaba. Recuerdo el camino delicado y arrugado hacia el bosque, y el peso de los libros en mi mochila. Recuerdo las horas perdidas y las divagaciones: los maravillosos días en los que, con Whitman, metí mis pantalones en las botas y nos fuimos y la pasamos bien.
Qué lindo es sentirse tan acompañado por alguien que no está al lado tuyo. O que sí lo está, pero de una manera diferente: abrazándote a través del tiempo con sus palabras.
La forma en la que ordenas las palabras importa
La última edición de observando llegó con un texto de George Orwell donde contaba, en primera persona, por qué y cómo escribía el autor de La revolución en la granja. En el ensayo analiza lo que él considera que son los cuatro grandes motivos para escribir: egoísmo, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político. Para él los tres primeros, el egoísmo, entusiasmo estético e impulso histórico tuvieron lugar pero en su primera etapa. Fue el propósito político lo que hizo que su obra diera un vuelco radical. Fueron los movimientos políticos totalitarios que hubo en el mundo en su época, sobre todo por el ascenso de Hitler y la Guerra Civil Española, los que hicieron que su camino estuviera marcado por una literatura con propósito político.
Joan Didion, una de las grandes escritoras contemporáneas, escribió un ensayo muy similar. No solo similar desde la intención, sino incluso desde el título, que es, justamente, "Por qué escribo", como el que publicó años antes Orwell, alguien a quien la autora de El año del pensamiento mágico admiraba profundamente.
Leer los dos ensayos es precioso porque podemos entender rápidamente dos formas de escribir muy diferentes. Una más lógica, que entiende perfectamente lo que quiere comunicar, contra los regímenes que quiere pelear, ideas que quiere debatir y rebatir. Por el otro, alguien que trabaja con dos o tres imágenes, que no sabe cómo seguirá la historia porque la historia se va creando, contando a sí misma.
Este es el texto:
Por qué escribo
Por supuesto que he robado el título de esta charla, se lo he robado a George Orwell. En parte se lo he robado porque me encanta el sonido de las palabras: Por qué escribo (Why I write). Tres palabras cortas y sin ambigüedades que comparten un sonido, y el sonido que comparten es este: I, I, I («yo, yo, yo»).
En muchos sentidos, escribir es el acto de decir yo, de imponerse a otra gente, de decir «Escúchame, ve las cosas como yo, cambia de opinión». Es un acto agresivo, incluso hostil. Su agresividad se puede disfrazar tanto como uno quiera, usando velos de cláusulas subordinadas y calificativos y subjuntivos indefinidos, con elipsis y evasiones; usando todo el espectro de insinuaciones en vez de afirmaciones, usando alusiones en vez de declaraciones; pero no se puede ocultar el hecho de que poner palabras sobre el papel es una táctica de matón subrepticio, una invasión, una imposición de la sensibilidad del escritor en el espacio más privado del lector.
No solo he robado el título porque las palabras sonaran bien, sino también porque parecían resumir, sin irse por las ramas, todo lo que tengo que contarles. Igual que muchos otros escritores, solo tengo un «tema», un único «terreno»: el acto de escribir. No puedo traerles a ustedes partes de guerra de ningún otro frente. Puede que tenga otros intereses: me «interesa», por ejemplo, la biología marina, pero no me hago la ilusión de que vendrían ustedes para oírme hablar del tema. No soy una académica. No soy una intelectual en absoluto, lo cual no quiere decir que saque la pistola cuando oigo la palabra «intelectual», sino solo que no pienso en términos abstractos. Durante mis años de estudiante en Berkeley, intenté, con una especie de desesperada energía de adolescente tardía, adquirir un visado temporal para entrar en el mundo de las ideas, forjarme una mente capaz de lidiar con lo abstracto.
En pocas palabras, intenté pensar. No lo conseguí. Mi atención viraba inexorablemente de vuelta a lo específico, a lo tangible, a lo que la gente en general, todos aquellos a quienes yo conocía entonces y a quien he conocido después, consideraba periférico. Intentaba contemplar la dialéctica hegeliana y me sorprendía a mí misma absorta en un peral en flor que había al otro lado de mi ventana y en la forma concreta en que caían los pétalos en mi suelo. Intentaba leer teoría lingüística y me encontraba a mí misma preguntándome si estarían encendidas las luces del Bevatron en la cima de la colina.
Cuando digo que me preguntaba si estarían encendidas las luces del Bevatron, podrían ustedes sospechar de inmediato, si se dedican a las ideas, que yo percibía el Bevatron como un símbolo político, que estaba pensando en clave abstracta sobre el complejo militar-industrial y su papel en la comunidad universitaria, pero se estarían equivocando. Solo me estaba preguntando si estarían encendidas las luces del Bevatron y qué aspecto tendrían. Un simple hecho físico.
Me costó licenciarme en Berkeley, no por culpa de esa incapacidad para tratar con las ideas –mi licenciatura era en literatura inglesa, y era capaz de ubicar la imaginería doméstica y pastoral de “Retrato de una dama” tan bien como cualquiera, dado que la «imaginería» era por definición la clase de elemento específico que captaba mi atención–, sino simplemente porque no había hecho un curso sobre Milton que tenía que hacer. Por razones que ahora resultan barrocas, necesitaba un título a finales de aquel verano, y el departamento de literatura inglesa por fin aceptó certificar que yo dominaba a Milton siempre y cuando viniera desde Sacramento todos los viernes y hablara de la cosmología de “El paraíso perdido”. Y así lo hice.
Algunos viernes tomaba el autobús de la Greyhound, pero otros viernes tomaba el City of San Francisco de la Southern Pacific en el último trecho de su travesía por el continente. Ya no me acuerdo de si Milton puso el sol o la tierra en el centro de su universo en “El paraíso perdido”, una cuestión que fue central durante por lo menos un siglo y un tema sobre el que aquel verano escribí diez mil palabras, pero todavía me acuerdo del grado exacto de ranciedad de la mantequilla del vagón comedor del City of San Francisco, y de cómo las ventanas tintadas del autobús de la Greyhound proyectaban una luz grisácea y extrañamente siniestra sobre las refinerías de petróleo de las inmediaciones del estrecho de Carquinez.
En pocas palabras, mi atención siempre estaba en la periferia, en lo que podía ver y palpar y probar, en la mantequilla y en el autobús de la Greyhound. Durante aquellos años viajé con un pasaporte que yo sabía que era muy cuestionable, con documentos falsificados: sabía que no era residente legítima en ningún mundo de las ideas. Sabía que era incapaz de pensar. Lo único que sabía por entonces era lo que no podía hacer. Lo único que sabía por entonces era lo que yo no era, y tardaría años en descubrir lo que sí era.
Era una escritora.
Y con esto no quiero decir una «buena» escritora ni una «mala» escritora, sino simplemente una escritora, una persona que pasaba sus horas de mayor pasión y concentración disponiendo palabras sobre pedazos de papel. Si mis credenciales hubieran estado en orden, jamás me habría hecho escritora. Si hubiera recibido la bendición de poder acceder, aunque fuera de forma limitada, a mi propia mente, no habría tenido razón alguna para escribir. Escribo estrictamente para averiguar qué estoy pensando, qué estoy mirando, qué veo y qué significa. Para averiguar lo que quiero y lo que me da miedo. ¿Por qué me parecían siniestras las refinerías de petróleo del estrecho de Carquinez en aquel verano de 1956? ¿Por qué las luces del Bevatron se pasaron veinte años encendidas en mi cabeza? ¿Qué está sucediendo en esas imágenes que tengo en la mente?
Cuando hablo de las imágenes que tengo en la mente, hablo, muy concretamente, de imágenes de bordes reverberantes. En un libro de psicología muy elemental vi una vez una ilustración de un gato dibujado por un paciente durante distintas fases de su esquizofrenia. El gato tenía un aura de reverberación. Se podía ver la estructura molecular descomponiéndose en los bordes del gato: el gato se convertía en el fondo y el fondo se convertía en el gato, todo interactuando, intercambiando iones. La gente que toma alucinógenos describe la misma percepción de los objetos.
Yo no soy esquizofrénica ni tomo alucinógenos, pero algunas imágenes reverberan para mí. Si te concentras lo suficiente, verás la reverberación. Está ahí. No debes pensar demasiado en esas imágenes que reverberan. Limítate a no hacer nada y verás cómo se desarrollan. No digas nada. No hables con mucha gente y evita que tu sistema nervioso se cortocircuite e intenta localizar al gato en la reverberación, la gramática de la imagen.
Igual que he dicho «reverberación» en sentido literal, también digo «gramática» en sentido literal. La gramática es un piano que toco de oído, porque al parecer el año en que explicaron las normas yo no fui a la escuela. Lo único que conozco de la gramática es su poder infinito. Cambiar la estructura de una frase altera el significado de esa frase de forma tan clara e inflexible como la posición de una cámara altera el significado del objeto fotografiado.
Hoy en día mucha gente sabe de ángulos de cámara, pero no hay tanta que sepa de frases. La forma en la que ordenas las palabras importa, y la forma de ordenar que buscas la puedes encontrar en la imagen de tu mente. La imagen dicta la ordenación. La imagen dicta si esta va a ser una frase con o sin cláusulas subordinadas, si la frase va a terminar en seco o va a ir muriendo poco a poco, si va a ser larga o corta, activa o pasiva. La imagen te dice cómo has de ordenar las palabras, y la ordenación de las palabras te dice, o me dice a mí, qué está pasando en la imagen.
Nota bene: Te lo dice ella a ti. No se lo dices tú a ella.
Voy a explicar a qué me refiero con imágenes de la mente. Empecé “Según venga el juego” igual que he empezado todas mis novelas, sin tener noción alguna de «personajes» ni de «trama», ni siquiera de «incidente». Solo tenía dos imágenes en mente, de las que hablaré más adelante, y una intención técnica, que era escribir una novela tan elíptica y rápida que se terminara antes de que te dieras cuenta, una novela tan rápida que apenas tuviera existencia sobre la página.
En cuanto a las imágenes: la primera era la imagen de un espacio en blanco. Un espacio vacío. Era claramente la imagen que dictaba la intención narrativa del libro, un libro en el que cualquier cosa que pasara pasaría fuera de la página, un libro «en blanco» al que el lector tendría que aportar sus propias pesadillas; y, sin embargo, esa imagen no me contaba ninguna «historia», no me sugería situación alguna.
La segunda imagen sí. La segunda imagen describía algo que yo había presenciado en la vida real. Una joven de pelo largo con un vestido corto de tirantes blanco camina por el casino del Riviera en Las Vegas a la una de la madrugada. Cruza el casino sola y descuelga un teléfono de la sala. La estoy mirando porque he oído que la llamaban por megafonía y he reconocido su nombre: es una actriz de segunda a la que veo de vez en cuando en Los Ángeles, en sitios como la boutique Jax y en una ocasión en la consulta de un ginecólogo de la Beverly Hills Clinic, pero a quien no conozco personalmente. ¿Quién la está llamando? ¿Por qué está ahí cuando la llaman? ¿Cómo ha llegado exactamente a esta situación?
Fue precisamente ese momento en Las Vegas el que hizo que “Según venga el juego” me empezara a contar su historia, pero el momento aparece en la novela muy de refilón, en un capítulo que comienza diciendo:
Maria hizo una lista de las cosas que nunca haría. Nunca: «deambularía sola por el Sands o el Caesar’s pasada la medianoche». Nunca: «follaría en una fiesta, practicaría sadomasoquismo a menos que le apeteciera, pediría las pieles prestadas a Abe Lipsey, traficaría». Nunca: «pasearía un yorkshire por Beverly Hills».
Así empieza el capítulo, y así termina también, lo cual quizá sugiera a qué me refiero cuando digo «espacio en blanco».
Me acuerdo de que tenía una serie de imágenes en mente cuando comencé la novela que acabo de terminar, “Una liturgia común”. De hecho, una de esas imágenes era la del Bevatron que ya he mencionado. Otra era una fotografía de prensa de un secuestrado ardiendo en un desierto de Oriente Próximo. Otra eran las vistas nocturnas desde una habitación donde pasé una semana con fiebre paratifoidea, una habitación de hotel de la costa colombiana. Mi marido y yo estábamos en la costa colombiana supuestamente representando a los Estados Unidos de América en un festival de cine (recuerdo que invoqué mucho el nombre de Jack Valenti, como si su reiteración pudiera conseguir que me encontrara mejor), y era un mal sitio para tener fiebre, no solo porque mi indisposición ofendía a nuestros anfitriones, sino también porque el generador del hotel se averiaba todas las noches. Se iba la luz. Se paraba el ascensor.
Mi marido asistía al evento de turno de la velada y me excusaba, y yo me quedaba sola en aquella habitación de hotel, a oscuras. Me acuerdo de que me plantaba ante la ventana intentando llamar a Bogotá (el teléfono parecía funcionar siguiendo el mismo principio que el generador), mirando cómo se levantaba el viento nocturno y preguntándome qué estaba haciendo once grados por debajo del ecuador y con una fiebre de 39,5. Las vistas desde aquella ventana acabaron apareciendo en “Una liturgia común”, al igual que el 707 ardiendo, y aun así ninguna de aquellas imágenes me contó la historia que necesitaba.
La imagen que sí lo hizo, la imagen que reverberaba y que consiguió que aquellas otras imágenes se fusionaran entre sí, fue la del aeropuerto de Panamá a las seis de la mañana. Solo he estado en ese aeropuerto una vez, en un avión con rumbo a Bogotá que paró durante una hora para repostar, pero la imagen que ofrecía esa mañana permaneció sobreimpresionada sobre todo lo que vería después hasta el día en que acabé “Una liturgia común”. Viví en ese aeropuerto durante varios años. Todavía siento el aire caliente cuando bajo del avión, veo el calor elevándose de la pista ya a las seis de la mañana. Siento la falda húmeda y arrugada en mis piernas. Siento el asfalto pegándoseme a las sandalias.
Me acuerdo de la cola enorme de un avión de la Pan American flotando inmóvil al final de la pista. Me acuerdo del ruido de una tragamonedas en la sala de espera. Podría decirles que me acuerdo de una mujer en concreto en aquel aeropuerto, una mujer estadounidense, una norteamericana, una norteamericana flaca de unos cuarenta años que llevaba una esmeralda grande y cuadrada en lugar de alianza, pero en aquel aeropuerto no había ninguna mujer así.
A la mujer la puse en el aeropuerto más adelante. Me la inventé, igual que más tarde inventaría un país donde situar aquel aeropuerto y una familia que gobernaba ese país. La mujer del aeropuerto no está a punto de subir a un avión, ni tampoco esperando a que llegue uno. Está pidiendo un té en la cafetería del aeropuerto. De hecho, no está «pidiendo» un té sin más, sino insistiendo en que le hiervan el agua delante de ella durante veinte minutos. ¿Por qué está esa mujer en ese aeropuerto? ¿Por qué no está yendo a ninguna parte, de dónde sale? ¿Dónde ha conseguido esa esmeralda enorme? ¿Qué enajenación, o disociación, le hace creer que puede imponer su voluntad de ver hervir el agua?
Llevaba cuatro meses yendo de aeropuerto en aeropuerto, lo podías ver cuando mirabas los visados de su pasaporte. Todos aquellos aeropuertos donde le habían sellado el pasaporte a Charlotte Douglas debían de haber tenido el mismo aspecto. A veces el letrero de la torre ponía bienvenidos y a veces el letrero de la torre ponía bienvenue, a veces estaban en lugares húmedos y calurosos y a veces estaban en lugares secos y calurosos, pero en cada uno de aquellos aeropuertos las paredes de cemento de colores pastel se oxidaban y se manchaban, y había pedazos de fuselaje saqueado de aviones Fairchild F-227 en la ciénaga que rodeaba la pista de aterrizaje, y el agua se tenía que hervir.
Victor no sabía por qué Charlotte estaba en el aeropuerto, pero yo sí. Yo conocía los aeropuertos.
Estas líneas aparecen aproximadamente hacia la mitad de “Una liturgia común”, pero las escribí durante la segunda semana que estuve trabajando en el libro, mucho antes de saber de dónde salía Charlotte Douglas ni por qué iba a los aeropuertos. Hasta que escribí esas líneas no tenía ningún personaje en mente que se llamara Victor: la necesidad de mencionar un nombre, y el nombre de Victor, se me ocurrieron mientras escribía la frase. «Yo sabía por qué Charlotte estaba en el aeropuerto» era una frase que me sonaba incompleta. «Victor no sabía por qué Charlotte estaba en el aeropuerto, pero yo sí» tenía un poco más de ímpetu narrativo. Y lo más importante de todo: hasta que no escribí esas líneas no supe quién era el «yo», quién estaba contando la historia. Hasta aquel momento mi intención había sido que el «yo» no fuera más que la voz autoral, un narrador omnisciente del siglo XIX. Pero allí estaba:
Victor no sabía por qué Charlotte estaba en el aeropuerto, pero yo sí. Yo conocía los aeropuertos.
Ese «yo» no era la voz de ninguna autora que viviera en mi casa. Ese «yo» era alguien que no solo sabía por qué Charlotte estaba en el aeropuerto, sino que también conocía a alguien llamado Victor. ¿Quién era Victor? ¿Quién era esa narradora? ¿Y por qué esa narradora estaba contándome esa historia? Déjenme que les diga una cosa acerca de por qué escriben los escritores: si yo hubiera conocido la respuesta a cualquiera de esas preguntas, no me habría hecho falta escribir una novela.
El encargado y Lessons of Chemistry
Esta semana vengo con dos recomendaciones de series. Una es El encargado, que protagoniza Guillermo Francella. La otra es Lessons in Chemistry, la mini serie que lleva adelante Brie Larson.
Una es de, justamente, el encargado de un edificio un tanto psicópata que, durante dos temporadas, trabaja duro para poder mantener su trabajo en un edificio en el que tiene a casi todos los inquilinos en contra. Inquilinos que, llevados al extremo, funcionan como enemigos.
Leí por Twitter algo que me resonó mucho y es que esta serie hizo que Francella, que empezó en la comedia pero se consagró como "gran actor" después de hacer papeles dramáticos (esa mala costumbre de tomar papeles graciosos como si fueran menos importantes que los que son más duros), uniera esos dos mundos: el que te puede sacar una carcajada con solo una mirada o un fraseo y el psicópata que está en El Clan.
Es de Mariano Cohn y Gastón Duprat, los mismos creadores que hicieron Nada, que protagonizó Luis Brandoni, y eso se siente al toque. Hay algo en la narrativa, en la forma de contar la historia, en el humor, en usar la ciudad como parte del desarrollo que me encanta. El final, la última escena, me pareció brillante. No digo más así no te spoileo.
Lessons of Chemistry, por otra parte, es más de esas series que llaman “feel good”, que te hacen sentir bien. Al estilo Ted Lasso. Acá se cuenta la historia, seteada en los 50s, de Elizabeth Zott, una química que por ser mujer es dejada de lado aunque tiene una capacidad brutal. Es tanto el desprecio que termina desempleada teniendo que ver cómo arreglársela para poder mantener a su hija. Pero la personalidad de Elizabeth, que va para adelante con la fuerza de un tren, empieza de a poco a poder cambiar su realidad.
Está basada en la novela que lleva el mismo nombre y que escribió Bonnie Garmus, best seller del Times y que fue publicada en 2022. Si ves la serie y te fanatizás, quizás te pinte ir por el libro.
Disfruté mucho el show, aunque algunos episodios me parecieron demasiado largos.
Poema de la semana
Esperanza
Sonríe desde el comienzo del nuevo año,
Susurrando ‘será más feliz’.
— Alfred Lord Tennyson
Outro
Feliz Navidad, ser del bien, ¿cómo estás?
Yo súper. Son las 7.10 y y estoy terminando de escribir esto desde la casa de mi abuela, donde pasé la Nochebuena. Todos duermen. Ya estoy acostumbrado a despertarme temprano y, casi sin importar a qué hora me acueste, a las 7 empiezo a dar vueltas y ya no puedo conciliar el sueño. No me quejo, me gusta ser el primero en despertarme mientras otros siguen descansando. Una soledad acompañada que no puede alcanzarse en ningún otro momento.
El miércoles pasado fui al Konex a ver a Santiago Motorizado. Creo que podría entrar tranquilamente entre los mejores shows que vi. No porque haya sido despampanante, sino por todo lo contrario. Fue de los mejores por lo íntimo y precioso. Cantar –o gritar, porque no podemos decir que lo que hago sea cantar– canciones con las que crecimos y que siguen acompañándonos es de las sensaciones más lindas de la vida. Me duró bastante poco esa felicidad y esperanza de comunión. Cuando salí había empezado el cacerolazo y me deprimí. Sigo un poco en esa, no te voy a mentir.
Ayer empecé a leer Una familia bajo la nieve, de Mónica Zwaig, que editó Blatt & Ríos. Muchas personas en las que confío y con quienes tengo gustos similares lo eligieron como una de las mejores lecturas del año. Tiene menos de 200 páginas y ya estoy por terminarlo, así que seguro en la próxima edición te cuente qué onda.
En unos días me voy a Bariloche. Voy a pasar año nuevo con la familia de Maca. Es raro irse para las fiestas. Todos los que sean hijos de padres separados seguramente lo entienden. No queda otra que partirse durante el 24 y el 31. Por eso irse en una de esas festividades significa dejar a alguien de lado, pero como en general siempre pasé las fiestas en casa, alejarme un poco también me tiene entusiasmado. Pasarla en otra provincia, con otro clima, con otras personas que te abrazan como tu propia familia es un panorama inmejorable.
La semana que viene tengo intención de enviar otra edición de observando. No soy de fechas, lo sabés si estás acá hace tiempo, pero hay algo en sentarse a escribir al final de un ciclo y el comienzo de uno nuevo que me hace bien.
Espero que estés bien y rodeado de las personas que más querés. Es lo único que importa.
Y gracias por estar. Vos sos parte de las personas que, por leerme y hacerme compañía del otro lado, me hacen bien. En estos tiempos, eso es un montón.
Te mando un abrazo.
Axel
Gracias por estos textos, sobre todo el link al artículo con el texto de Orwell.