Por qué escribo
Como decía hace algunas ediciones, hay algo que me atrae de entender cómo escriben los escritores. Cómo, por qué, sus trucos, sus motivos. Buscando textos de ese estilo me encontré con uno que me gustó particularmente. Lo escribió George Orwell en el verano de 1946.
No hace falta haber leído a Orwell para disfrutarlo, pero sí hace falta entender que prácticamente todos los libros que escribió el inglés, de alguna manera, están vinculados a temas políticos.
El más claro de todos es Rebelión en la granja, una crítica clarísima al totalitarismo en la que los animales se rebelan contra el granjero para armar un sistema basado en los ideales de igualdad y justicia social. Todo parece ir super hasta que, tiempo después, todo se va al carajo porque los cerdos toman el poder cometiendo los mismos errores de antes para, eventualmente, crear una nueva elite autoritaria. Tan actual que duele.
Por qué escribo
Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuando fuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete a los veinticuatro años traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de ponerme a escribir libros.
Yo era el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los dos cinco años, y recién vi a mi padre cuando tenía ocho. Por ésta y otras razones era una persona solitaria, y pronto fui adquiriendo desagradables hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la costumbre de inventar historias y mantener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir, realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años adolescentes, no llegó ni a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo de esa “creación” que trataba de un tigre y que el tigre tenía “dientes como de carne”, frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un plagio de “Tigre, tigre”, de Blake. A mis once años, cuando estalló la guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico local, lo mismo que otro, dos años después, sobre la muerte de Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e inacabados “poemas de la naturaleza” en estilo georgiano. También, unas dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante todos aquellos años.
Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios escolares, escribí vers d’occasion, poemas semicómicos que me salían en lo que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir imaginando una “historia” continua de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños y adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mí mismo como héroe de emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi “narración” de ser groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían por mi cabeza cosas como estas: “Empujo la puerta y entró en la habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta, estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una hoja seca”, etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la “narración” reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad descriptiva.
Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya sabía a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería escribir, si puede decirse que entonces deseara escribir libros. Lo que más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con finales desgraciados, llenas de detalladas descripciones. Y la verdad es que la primera novela que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.
Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo. Sus temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en disciplinar su temperamento y evitar atascarse en una edad inmadura, o en algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos motivos:
1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que lo despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta.
Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual -muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.
2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o, por otra parte, en las palabras y su acertada combinación. Placer en el impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones estéticas.
3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.
4. Propósito político, y empleo la palabra “político” en el sentido más amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la política ya es en sí misma una actitud política.
Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza -tomando “naturaleza” como el estado al que se llega cuando se empieza a ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros ornamentales o simplemente descriptivos y casi no habría tenido en cuenta mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego atravesé una época de mucha pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación política exacta. Luego llegaron Hitler, la Guerra Civil española, etc.
Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver claramente dónde estaba. Cada línea seria que escribí desde 1936 lo ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería, en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética e intelectual.
Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no me digo: “Voy a hacer un libro de arte”. Escribo porque hay alguna mentira que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un político profesional consideraría inmaterial. No soy capaz, ni me apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.
No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase de dificultad que surge. Mi libro sobre la Guerra Civil española, Homenaje a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas páginas: “¿Por qué ha metido usted todo eso?”, me dijo. “Ha convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo”. Lo que decía era verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.
De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente y con más exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida.
Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta claridad qué clase de libro quiero escribir.
Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, tonterías.
Hay otro ensayo que particularmente me encanta que escribió Joan Didion. En ese texto la autora de El año del pensamiento mágico también explica los motivos por los cuales terminó convirtiéndose en escritora. ¿Por qué hablo de ese texto? Lo recordé porque se titula de la misma manera: "Por qué escribo". No es casualidad. De hecho, así empieza Didion: "Obviamente le robé el título de esta charla a George Orwell".
"Mentir" para decir la "verdad"
El otro día Maca se dobló el tobillo y como después de varios días no se le iba el dolor, un domingo fuimos a la guardia. Le dijeron lo que ya imaginábamos: que se había esguinzado. Un par de sesiones de kinesio y no mucho más. Nada raro. Después de eso nos cruzamos al Parque Las Heras, que estaba en frente de la clínica, y nos quedamos ahí un rato tomando mate, mirando a los perritos y a los pibes haciendo skate y patinando. Después de un rato, Maca me dijo que había traído un libro porque quería leerme un texto que pensaba que me iba a gustar. El texto, que forma parte de Una Estetica, de Marta Zatonyi, habla de cómo el arte, justamente, tiene que mentirnos para tener sentido:
Según Aristóteles en el arte "hay que mentir para decir la verdad". Lo posible hubiera podido suceder, y lo que podría suceder es lo que importa en el arte y no lo que verdaderamente sucedió. Dice: "En relación con la poesía, lo verosímil imposible vale más que lo inverosimil posible".
El arte no puede tener como objetivo la descripción, uno a uno, de algo que ya existe, porque eso será naturalismo y no arte. La paradoja de Gorgias nos explica con elocuencia esta idea. "La tragedia es un engaño y sus espectadores engañados. Pero el escritor de la tragedia que engaña es más honesto que quien no engaña, y el espectador engañado será más sabio que aquél quien no fue engañado".
En cuanto al arte, a mí no me interesa la verdad anatómica de la cara. Si me interesa me miro en el espejo, miro otras caras o me fijo en ello en un libro de anatomía. Demando al arte que ofrezca un conocimiento nuevo, más profundo, que, sin su creación, no alcanzo a ver. En la obra La mujer que llora, de Picasso, un ojo está más arriba que el otro, ni la boca ni la nariz ni nada está allá donde, según la anatomía, tendría que estar. Pero la verdad de esta obra pasa por otro hecho. El dolor, el sufrimiento deforma el cuerpo, lo descompone. El sistema somático responde a las llamadas del sistema psíquico. No se puede llorar y quedarse compuesto. Eso sólo puede suceder en las películas de Hollywood y otras expresiones pseudoartísticas. Si el arte no efectúa esta mentira, esta deformación, no cumple su categoría.
El caso del hiperrealismo también está comprendido en el fenómeno de la "mentira", sólo que allá el recorte es lo que distorsiona. Hanson, escultor norteamericano, entre otras figuras, representa una mujer gorda, medianamente joven que lleva un changuito de supermercado horriblemente colmado con artículos de comida. Tiene ruleros, un pucho en la boca, minifalda. Tal como si viviera. Personajes como ella siempre hay, gente que sustituye su vida con el devorar, también. Pero en un supermercado una mujer que llena el changuito no llama la atención. Allá, entre infinitas situaciones, se pierde, o nosotros no queremos verla. Pero descontextualizada, Hanson la convierte en un espantoso posible, en cuanto a nuestra actitud de llenar, obturar, devorar, renunciar. No somos así, pero hay algo en nosotros que podría tomar este significante. Y con ello la obra esquivó la trampa del naturalismo.
Me dejó pensando bastantes días porque es una manera de ver el arte como no lo había pensado hasta ahora: la necesidad de la mentira para trascender lo que simplemente tenemos adelante de nuestros ojos, la deformación de la verdad para comprender todavía más nuestra condición humana para traspasar y transformar. El arte usando la mentira como puente para revelar una verdad más grande.
Doce pasos hacia mi, de Sofía Balbuena
Una de las cosas que tiene la literatura, el escribir, según dicen quienes lo han hecho, es que no queda otra que quedarse desnudo frente a muchos extraños. Porque escribir significa darse a conocer, abrirle tu mundo a cualquier persona que quiera sentarse a leer lo que escribiste. Dicen, también, que no es nada fácil. Por ese motivo me pareció tan increíble, honesto y complejo Doce pasos hacia mí, de Sofía Balbuena.
La novela, como todo lo que edita Vinilo, es una autoficción donde Sofía habla de su alcoholismo, de la adicción, de cómo haberse ido a vivir a España, que ella describe como una sociedad alcohólica, complicó todavía más las cosas.
Pero no es lo único, en las páginas de Doce pasos hacia mi está el paso de quien se relacionó durante toda su vida con la escritura, con los libros, con el oficio del librero, del emprender cultura y lo difícil que eso puede ser. En esas páginas está la lectura como necesidad y la escritura como escape.
Como lo dice su nombre, la novela tiene 12 capítulos. Cada uno de ellos enfocándose en un punto distinto de la vida de la autora: su familia, sus amistades, su trabajo, su contacto con otros autores famosos que también fueron alcohólicos, como Hemingway, Fitzgerald, Carver, Cheever.
Es una novela de menos de 100 páginas, que se lee tan rápido como se escribió (“De un tirón, tipo exorcismo”, dijo Sofía), que es directa y profunda, que muestra pensamientos muy privados de alguien que se sabe con un problema, pero sin ni estigmatizar el consumo ni romantizándolo, sino simplemente recorriéndolo, contándolo.
Quote
“En tiempos mentirosos, decir la verdad es un acto revolucionario”.
— George Orwell
Outro
Hola, ser del bien, ¿cómo va? Yo super. Son las 7.45 y estoy terminando de escribir este outro mientras corrijo el resto de la edición. De fondo tengo la respiración de Maca que todavía duerme, aunque probablemente la esté molestando por el ruido de las teclas del teclado, y los pajaritos. Me gusta ese momento en el que el mundo duerme y algunos estamos callados de espectadores.
Este finde largo fue movido. Ayer fui a ver a El Kuelgue. De mis bandas preferidas. Tocó como dos horas en lo que fue la presentación del nuevo disco, Hola Precioso. De los más lindos que editó hasta ahora. Después nos fuimos caminando hasta Atlanta y cenamos una entrañita con en Los Bohemios, así que tuvimos una noche inmejorable.
Y el viernes, como todos los años, uno de mis mejores amigos hizo una reunión por el cumple de su papá, que falleció de COVID. Me resulta algo increíble porque no se trata más que de una reunión entre personas que querían a alguien que ya no está, pero sin golpes bajos. Prácticamente no se habla de él más que en algún que otro brindis, no hay llanto ni tristeza, sino simplemente una reunión recordando a alguien que amamos y que ya no está. Me parece precioso y profundamente conmovedor. Ojalá todos demos tanto cariño que haya gente que incluso quiera devolvérnoslo después de que nos vayamos.
Antes de dejarte, te cuento que esta edición de observando también la apoya Bookmate. De hecho, Doce pasos hacia mí lo leí directamente desde la app y, aunque esta vez preferí lo textual, también está en versión audiolibro leída por la autora. Si querés, tengo un código para que pruebes la app un mes gratis. Después obviamente o tenés que dar de baja el servicio antes que arranque el nuevo mes o empezar a pagar.
Ahora sí. Te dejo que, idealmente, tengo que salir a hacer un fondo, que significa correr largo y tendido. Calculo que serán unos 10k en una horita, aunque debería empezar a correr por más tiempo si quiero empezar a acostumbrar a mi cuerpo a los 21k que tengo en mente hacer el año que viene. Veremos.
Espero que te haya gustado esta edición.
Es un placer que estés del otro lado.
Gracias,
Axel
Muy linda entrega. La frase de Aristóteles respecto al arte me recordó a una de Van Gogh: "Mantén tu amor hacia la naturaleza, porque es la verdadera forma de entender el arte"... Creo que el arte es una expresión cargada de subjetividad respecto a lo que nos rodea, naturalmente.
Gracias por compartir este escrito, es tu arte digamos
Me encanto esta entrega! Muchos puntos resonaron conmigo: las cuatro razones para escribir, el arte, como usamos en tiempos turbulentos nuestros espacios para comunicar lo que pensamos y tratar de plantar una semilla. Un placer, gracias.