Además de tener paisajes mágicos y una naturaleza que parece susurrarte "yo que vos no me voy de acá, mi rey", Bariloche también tiene buenos sistemas para pronosticar el tiempo, porque la viene pegando día tras día. Cuando nos despertamos, el cielo estaba cubierto de nubes espesas que revelaban un día gris. Al ratito estaba garuando.
Veníamos posponiendo la visita a la cocina de Christian, sobre todo, porque no queríamos molestarlo mientras trabajaba. Nuestra cabaña está a unos 50 metros de la suya. La idea era ir a comprarle unas medialunas y preguntarle qué nos recomendaba hacer un día como hoy.
Toqué la puerta despacito, como si ese roble a prueba de balas pudiera romperse. Desde adentro se escuchó "¡PASAAAAAAAAA!". Abrí y lo primero que vi fue a una de sus empleadas. Tenía un pan de masa madre recién horneado en sus manos. Cuando me vio sonrió. Le dije que era el inquilino y me contestó que sí sí que pasara, que no había problema.
El calorcito de los hornos contrastaba con el fresco que habíamos enfrentado cuando salimos de la cabaña. Christian nos recibió con una sonrisa. Tenía una remera de mangas cortas blanca, un jogging oscuro, unas sandalias con medias y un gorrito de invierno.
Me dio la mano. Por un momento no supe qué decir. Él notó el silencio.
–Pensé que no iban a venir nunca.
–Es que no queríamos molestar.
–¡Pero si yo los había invitado! –contestó riendo.
Yo tenía el termo y el mate en la mano. Le pregunté si tomaba. Me contestó que sí, que hacía un ratito habían estado tomando entre todos. Le convidé uno.
Su casa había revelado algo que no esperaba. Todo en ella, al menos hasta donde llegaba a ver, estaba dedicado a su trabajo. Hornos, una máquina que cortaba el pan en pequeñas rodajas que lo dejaban listo para untar y comer, bandejas de metal llenas de preparaciones que desconocía. No me imaginaba el interior de esa cabaña como una fábrica.
Nos quedamos hablando un rato largo. Le conté de mi idea de intentar dejar las pantallas un poco, poder usar mis manos para crear cosas como hacía él.
–Te entiendo. No puedo estar mucho tiempo cerca de una pantalla. De hecho estudio japonés por internet y si estoy más de dos horas empiezo a cabecear.
Le pregunté si cocinaba solamente para tiendas locales. Me dijo que por ahora sí, que solo a veces algunos amigos o vecinos venían a comprarle.
–¿Por qué "por ahora"?
–Porque mi intención es abrir una tienda al público.
Nos quedamos callados unos segundos.
–¿Estudiás con un profesor?
–¿Qué?
–Japonés.
–Ah, no. Autodidacta con otras personas de todos lados. Hay de España, de Buenos Aires, de Jujuy. Yo soy el único de Bariloche– dijo con orgullo.
Sacó el celular, buscó WhatsApp y me mostró un grupo donde hablaba en japonés con sus compañeros.
Ya me había contado que había estudiado en Italia y Francia, así que imaginé que a esos idiomas, además del español y el alemán, había que sumarle el japonés. Resulta que el que me alquilaba la cabaña era un genio que hablaba más idiomas que un embajador y que hacía los panes más ricos del mundo.
Uno de sus empleados me pidió permiso para correr una batea vacía que empezó a llenar de panes que fue sacando de uno de los hornos. El aroma del pan recién horneado invadió la habitación. Le convidé otro mate a Christian, que creo que aceptó por cortesía. Me saqué la campera porque estaba empezando a transpirar y le consulté qué podíamos hacer un día gris como hoy.
Antes, le agradecí por habernos recomendado ir al Valle de Challhuaco. Le conté que también habíamos ido a la Piedra de Habsburgo y que el bosque, solo para nosotros, nos había parecido mágico. Me dijo que sí, que lo era, pero solo en temporada baja.
–¿Fueron en verano?
–No, nunca.
–No la hubieran pasado mal, porque tampoco es terrible, pero no la hubieran pasado tan bien. Vas como acompañado constantemente de gente, de gritos, tenés que hacer fila para subir a la roca. No es lo mismo.
–Vimos cuatro o cinco pájaros carpinteros en un árbol precioso que, creemos, era un ñire.
–Sí, seguramente era un ñire. Qué raro que hayan visto tantos. Suelen esconderse de la gente. Tuvieron suerte.
Como llovía, nos recomendó ir a un paseo por Villa Mascardi.
–De ese lado suele llover menos. Así que si acá llueve poco, como ahora, quizás allá ni siquiera esté garuando y puedan caminar tranquilos.
Después de haber conocido el Valle de Challhuaco gracias a él, cualquier recomendación que saliera de la boca de este argentoalemán sería no solo bien recibida, sino seguida como una orden.
Maca se había quedado hablando con una de las empleadas. Es de esas personas que conquista a quien quiera con su sonrisa. No me hubiera extrañado que hubiese terminado amasando algo. Le pregunté si quería que arrancáramos así dejábamos de molestar a todos. Christian, riendo, dijo que no lo molestábamos. Lo sentí sincero, apoyado sobre una de las mesadas, con el grupo de WhatsApp en japonés todavía en la mano.
Qué envidia esa relajación.
Arrancamos nuestro camino a Villa Mascardi. La ruta, esa con la línea amarilla en el medio, esta vez no presentaba ninguna camioneta roja que contrastara con el paisaje. Pero el gris le sentaba bien, como todo le sienta bien a este lugar hegemónico.
Fuimos escuchando la radio. Los conductores hablaban sobre likes y su relación con la infidelidad. Pensé en la irrelevancia de lo que decían. Me pareció vergonzoso. Mi cabeza los puso en mute hasta que la distancia con la ciudad empezó a generar interferencias. En ese momento pusimos música.
Nos costó encontrar la entrada a la Villa Mascardi. Primero nos pasamos, tuvimos que dar una vuelta en U en la ruta que me puso un poco nervioso, pero finalmente lo logramos. Agarramos el camino de ripio, pero unos cientos de metros más adelante nos dimos cuenta que no podríamos pasar. Dos camiones madereros estaban levantando troncos.
–Vamos a escuchar las señales –dijo Maca. –Parece que no es el día para visitar este lugar.
–Tenés razón. Ya fue. ¿Vamos a comer algo al centro?
–Dale.
Decidimos ir a una librería café que ya habíamos visitado otros años. Se llama Inefable. Tiene una selección de libros preciosos. A medida que nos acercábamos, le pregunté a Maca si estaba segura que era el lugar el correcto. Recordaba que estaba en los kilómetros, que la vista daba directamente al lago, y ahora estábamos entrando al centro de la ciudad.
Efectivamente, había cambiado de locación. El nuevo espacio no era tan lindo como el otro, pero igual de acogedor.
Cuando nos atendieron, preguntamos qué había pasado que habían cambiado de espacio. Quien nos atendió, que parecía ser el dueño porque cuando llegamos estaba tomando un café y leyendo muy relajado, nos contó que para la renovación del contrato les habían pedido una fortuna. Le dije que este lugar era tan lindo como el anterior. Él sonrió y me agradeció.
Yo me pedí una tortilla y una copa de vino. Maca se pidió un bagel y un café.
Cuando terminamos de comer me pedí otra copa de vino, saqué la computadora de la mochila y me puse a escribir.
Maca se fue a ver los libros. Un rato después volvió, se sentó en la mesa y me dijo que fuera a ver lo que había detrás de unos mazos de cartas que vendían.
–¿Qué hay?
–Una sorpresa.
Me paré, fui hasta la estantería y vi un cartelito escrito a mano donde se podía leer "¿Cuánto te cuesta confiar?". Volví y le pregunté si ella lo había puesto ahí. Me respondió que no, que solo lo había encontrado.
¿No hay manera de hacer una comunidad/grupo/iniciativa para gente que vivimos frente a la pantalla y tenemos ganas de hacer algo más manual (pero no sabemos qué)?