Hoy nos levantamos con todas las pilas. Es que, en teoría y al menos según lo que indica la app del clima, el jueves y viernes va a llover un poco y nosotros nos volvemos a las bocinas y la locura el sábado. La idea era aprovechar el sol que le ponía brillantina al lago lo máximo posible.
Desde la cama vimos algunos videos de dos senderos a los que teníamos ganas de ir. Uno era el del Cerro Llao Llao. El otro arrancaba en el Cerro Otto y nos llevaría a la Piedra de Habsburgo. Nos decidimos por el segundo.
Armamos los bolsitos. Esta vez, un poco más entrenados, nos llevamos solo el mate y el termo.
Subimos parte del cerro en auto, lo dejamos estacionado atrás de la cafetería giratoria. No había prácticamente nadie, como aparentemente sucede siempre en esta época del año. Nunca fui de las personas que eligiera lugares turísticos fuera de temporada. Eso no significa que no me gusten. Amo Mar del Plata en invierno, fría y hostil, que parece expulsarte. Pero la amo más en verano, cuando desaparece el gris, el viento, y la ciudad explota de gente, tablas de surf, skaters.
Pero creo que la edad, además de la lágrima fácil, me acercó más a esto de querer alejarme de las multitudes. El sendero del bosque, si hubiese estado repleto de personas, no se hubiese sentido de la misma manera: íntimo, propio, encantado.
Segundos después de que empezamos a caminar nos dimos cuenta que no nos habíamos equivocado. Es un sendero que parece haber sido sacado de una película de Miyazaki. Pero no es una forma de decir. Realmente parecía un sitio mágico, alejado del mundo real que estaba solo a metros.
Esa magia se topó delante de nuestros ojos en minutos, porque después de hacer algunos cientos de metros nos encontramos con una hoja flotando en el aire sostenida por una seda invisible. Me acerqué, la soplé. La hoja se cayó al suelo. Me sentí mal por eso.
—Rompiste el hechizo —me dijo Maca.
–Sí. Soy un boludo– contesté entristecido. –Es que quería ver si se balanceaba.
Por suerte, unos metros más adelante nos encontramos con otra. No rompí el hechizo de esa y saber que había más me hizo sentir mejor. Me pregunto si ahora, horas más tarde, sigue flotando en el aire.
Pero las hojas flotando en el medio de la nada no era lo único que tenía este bosque encantado preparado para nosotros.
Seguimos caminando.
Le conté a Maca que empezaba a sentir la nostalgia del viaje. Ese sentimiento que aparece los últimos días, cuando el mundo real empieza a agarrarte de los pies, como el monstruo que no nos dejaba dormir de chicos.
Me respondió, con la soltura que tiene siempre, que no me preocupara ni me pusiera triste. Que íbamos a volver pronto, como siempre lo hacemos.
Estuvimos callados la mayor parte del tiempo. Cruzamos una reja que decía que el lugar donde estábamos parados era propiedad privada y que solo podíamos ir hasta la Piedra de Habsburgo y volver. Casi como un reto.
Era raro que esa montaña tuviera dueño. Que el bosque tuviera dueño. Más raro fue sentir que tenía que agradecerle por dejarme llegar al pico.
Nos cruzamos con un caballo pastando, que nos miraba de reojo preguntándose si lo molestaríamos o no. No lo hicimos.
Caminamos hasta que nos encontramos con una de las cosas más lindas del viaje: un árbol que parecía, siguiendo con Miyazaki, el espíritu del bosque, como en su película La princesa Mononoke.
Era un ñire. De un lado estaba desplumado. Del otro repleto de hojas naranjas y rojas de fuego. Como si el cambio de temporada hubiese llegado antes de un lado que del otro. De las ramas, que en la cima parecían los cuernos del ciervo más viejo, caían moviéndose al ritmo del viento barbas de duende, un organismo fascinante que no es una planta, sino un liquen: una simbiosis entre hongo y alga de color verde fluorescente que se entrelazan como hilos y que visten a los árboles patagónicos.
Días antes, cuando le estaba sacando una foto a una barba de duende que me había encontrado cerca del Río Manso, una chica que pasó me preguntó si sabía lo que era. "No, pero me parecen increíbles", le contesté. Me dijo que, efectivamente, lo eran porque solo crecen en bosques sanos. No entendí a qué se refería, pero elegí creerle. Después, leyendo, me enteré que solo crece en lugares con aire muy limpio, así que algo de razón tenía.
También me enteré que la barba de duende tiene muchísimos nombres y todos son tan poéticos como ese: barba de viejo, salvajina, barbas de úcar, pelo de bruja, melena, barba de palo, barbón.
Pero este árbol espíritu a medio deshojar tenía más sobre sus ramas, porque en muchas de ellas había pájaros carpinteros haciendo su trabajo.
–Toc toc toc toc toc toc.
La mayoría eran negros, pero había uno que era como el de los dibujos animados de mi infancia, con ese penacho rojo chillante. Todos, sin importar su color, no paraban de darle con todas sus fuerzas a las ramas blancas del ñire.
La vista desde la piedra de Habsburgo era única y ahí nos esperaba otro aguilucho, como el que habíamos visto unos días antes en el Valle de Challhuaco. O quizás era el mismo, quién sabe.
Volvimos intentando sacar fotos con los ojos y el cerebro de todo lo que nos cruzábamos. A la vuelta el caballo ya no estaba y los pájaros carpinteros habían dejado tranquilo al árbol espíritu, pero las barbas de duende seguían bailando, disfrutando de la paz y el silencio.