Ayer desaparecí. No hubo día nueve del diario de viaje porque la vuelta desde Bariloche fue complicada.
Cuando terminamos de armar las valijas y limpiar la cabaña para dejarla lo más parecida a como la habíamos encontrado, decidimos ir a saludar a Christian.
Le tocamos la puerta –no tiene timbre– y en segundos apreció su cabeza por una de las ventanas del segundo piso.
–¡Hola, chicos! Ya bajo.
Creo que estaba durmiendo.
Maca le había hecho un dibujo y yo le escribí una pequeña carta. Solo le agradecíamos haber sido tan hospitalario y recomendarnos los mejores planes posibles. Le dijimos que si venía a Buenos Aires y tenía tiempo no dudara en escribirnos. Podíamos invitarlo a casa a tomar un café o unos mates. Y si venía con Coco mejor, porque podría conocer a Siesta.
–Mates. Siempre mates– dijo con una sonrisa que le achinó los ojos.
Le dimos un abrazo y arrancamos.
Cuando fuimos a cargar todo al auto Maca se dio cuenta que habían intentado abrirnos el baúl para robarnos. No teníamos nada, así que temimos por la rueda de auxilio, que por suerte todavía estaba ahí.
Después de preocuparnos bastante más de lo que me hubiera gustado, sobre todo porque en cuestión de horas salía nuestro vuelo a Buenos Aires, pudimos resolverlo. Ella se quedó en lo de Christian esperando a la empresa que nos había alquilado el auto para que chequearan todo y yo me fui al aeropuerto a hacer la cola para despachar el equipaje, que era larguísima. No quería irme y dejarla sola, pero apenas llegué y vi la cantidad de gente que había agradecí haberlo hecho. Si perdíamos el avión iba a ser un problema mucho más grave que lo del baúl.
Ya en el aeropuerto y esperando nuestro vuelo, le pedí a Maca, y un poco a mí mismo, que no permitiéramos que la cagada del robo nos entristeciera la vuelta de unas vacaciones perfectas.
El año pasado –también volviendo de Bariloche– a minutos de tener que subir al avión, pasó una de las cosas que siempre me dio terror: por los altoparlantes dijeron mi nombre.
–Axel Marazzi, por favor acercarse al sector de equipajes.
No sabía para dónde ir. Parecía el meme de John Travolta pero con cara de miedo. Corrí a uno de los bares que hay en la sala de espera y pregunté dónde estaba el sector de equipajes. Me dijeron que era afuera, que tenía que salir e ir a unas oficinas que estaban al lado de donde había despachado la valija.
El avión salía en minutos.
Corrí hasta ese lugar, pregunté qué había pasado y me explicaron que uno de los cierres de mi valija se había roto, que la estaban trayendo para que pudiera reorganizarla. Pregunté si ellos no podían sacar las pocas cosas que había en ese bolsillo y ponerlas adentro. Me dijeron que, por protocolo, no.
Qué protocolo de mierda, pensé.
La valija no llegaba y el tiempo pasaba. Yo no paraba de enviarle mensajes a Maca diciéndole que si no llegaba que ella se subiera al alvión y yo vería cómo volver. Muy catastrófico todo.
El equipaje llegó, guardé las dos o tres cosas que había en el bolsillo adentro y corrí pidiendo permiso y gritando que me perdería el vuelo. Todos me dejaron pasar y llegué justo. Maca, con cara de preocupada, ya estaba sentada.
Pero tanto de lo del cierre como con lo del baúl pudimos zafar.
En el viaje de vuelta dormí alrededor de una hora. Me desperté y me puse a leer Los detectives salvajes. Fui dos veces al baño.
Pasó lo que parecieron unos 15 minutos cuando la voz del piloto apareció a través de los altoparlantes para avisar que el avión comenzaría el descenso. Era venezolano o colombiano. No pude reconocer su acento. También dijo que el cielo estaba despejado en Buenos Aires y que hacían 13 grados.
–Una noche agradable.
Mire por la ventana a la ciudad que es mi hogar hace tantos años. Cuando me voy, incluso cuando pasan solo algunos días, la extraño. Me emocioné al aterrizar en casa y me pregunté si alguna vez la dejaría para irme a otro lado.
En el aeropuerto nos apuramos para agarrar los bolsos e ir al auto, que habíamos dejado estacionado en Ezeiza. Siesta, en la guardería, nos estaba esperando. Nos preguntábamos cómo reaccionaría. Era la primera vez que la habíamos dejado tanto tiempo sola desde que la adoptamos hace ya más de ocho meses. Nos la imaginábamos de muchas maneras, pero apostábamos sobre todo por dos: increíblemente feliz o levemente ofendida. Nunca la vimos tan contenta. Saltaba para todos lados moviendo la cola a la velocidad de la hélice de un helicóptero.
Hoy a la mañana preparamos el mate y la sacamos a pasear como todos los domingos. No paró de correr a su velocidad de la luz, feliz. Mientras tanto, nosotros desayunamos las medialunas que Christian nos regaló para la vuelta a casa.
Como pasa siempre con observando, escribir este diario de viaje me hizo tremendamente feliz. No solo por que escribir me hace feliz, sino porque las respuestas y los comentarios que siempre me llegan son como un abrazo.
Gracias por estar del otro lado, gracias por seguirlo día a día.
No sé cómo voy a hacer, porque la rutina muchas veces me pasa por arriba dejándome sin tanta energía, pero voy a intentar que observando no vuelva a desaparecer, al menos, por tanto tiempo.
No tenemos que dejar ir las cosas que nos hacen felices.
Un abrazo,
Axel
"No tenemos que dejar ir las cosas que nos hacen felices"
Muchas gracias por escribir este diario Axel, fue un gusto viajar con ustedes. Y muchas gracias por recordarme cómo se disfruta de algo, a veces uno se olvida.